
Quiero traer ante vosotros una reflexión sobre la realidad en la que vivimpos y para ello necesito hablaros del concepto de hegemonía, derivado del griego antiguo hēgemonía, alude al liderazgo o predominio ejercido por un actor político, económico o militar sobre otros. En el ámbito de las relaciones internacionales, un hegemón es aquel Estado capaz de establecer las normas del sistema, garantizar su cumplimiento y proporcionar bienes públicos globales como la seguridad, la estabilidad financiera o el acceso al comercio. A lo largo de la historia, han existido diversas hegemonías regionales o globales: Atenas durante el siglo V a.C. en el mundo helénico, el Imperio romano en el Mediterráneo, la monarquía hispánica en los siglos XVI y XVII, el Imperio británico en el siglo XIX y, más recientemente, Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial. La hegemonía no se expresa únicamente en términos de poder material, sino también mediante la capacidad de articular un orden aceptado por otros actores, como señala Antonio Gramsci al desarrollar la noción de hegemonía cultural.
La coyuntura internacional actual refleja una profunda reconfiguración de las estructuras de poder global que se consolidaron tras la Segunda Guerra Mundial. Lo que durante décadas fue una hegemonía indiscutible de Estados Unidos se enfrenta hoy a múltiples desafíos que, sin constituir aún una sustitución definitiva, evidencian una transformación estructural del sistema internacional. La multiplicación de focos de conflicto bélico, la fragmentación del multilateralismo, la rivalidad económica entre bloques y el resurgimiento de potencias emergentes configuran un escenario en el que los equilibrios anteriores se disuelven sin que emerjan, por ahora, nuevas reglas claras que los sustituyan. Este fenómeno puede analizarse a la luz de la teoría de la estabilidad hegemónica, formulada por Robert Gilpin, que señala la dependencia del orden internacional respecto de un liderazgo claro y efectivo.

El conflicto entre Rusia y Ucrania ha puesto de manifiesto no solo el resurgimiento de una guerra interestatal en suelo europeo, sino también la crisis del sistema de seguridad colectiva. Más allá de los objetivos geopolíticos de Moscú, la guerra constituye una declaración de principios: el rechazo frontal a la expansión de Occidente en la órbita postsoviética y la voluntad de redefinir los términos del orden internacional. En este contexto, La Unión Europea y Estados Unidos ha desempeñado un papel central como garante de la resistencia ucraniana, pero también ha revelado los límites de su influencia, en particular su capacidad para movilizar un consenso global fuera del espacio euroatlántico. El conflicto ha evidenciado una fragmentación de las alianzas en el Sur Global, donde el relato occidental no siempre encuentra acogida.
Paralelamente, el estallido de violencia en Gaza, tras los atentados de Hamás y la contundente respuesta israelí, ha vuelto a situar en el centro del tablero uno de los conflictos más prolongados y sensibles del sistema internacional que arranca con el final de la segunda guerra mundial. La intervención estadounidense en defensa de su aliado tradicional fue inmediata, pero también contribuyó a erosionar aún más su legitimidad como supuesto actor imparcial y defensor de los derechos humanos. Esta ambivalencia debilitó su posición en numerosos foros internacionales y acentuó el desencanto de amplios sectores de la opinión pública global.
La creciente tensión entre Israel e Irán se inscribe en este mismo marco de fragmentación del orden. A través de una compleja red de actores estatales y no estatales, ambos países libran una guerra indirecta que amenaza con desbordar las fronteras nacionales y regionales. La falta de una arquitectura de seguridad regional, unida al progresivo distanciamiento de Estados Unidos respecto a ciertos compromisos históricos, convierte este enfrentamiento en una de las principales amenazas a la estabilidad mundial.
Ahora bien, no son únicamente los conflictos armados los que impulsan esta transformación del sistema internacional. Las guerras comerciales, tecnológicas y financieras han sustituido en muchos casos al uso directo de la fuerza. Desde la administración Trump, y con continuidad bajo la presidencia de Biden, la política estadounidense hacia China ha oscilado entre el enfrentamiento económico, la restricción tecnológica y una estrategia de contención. La ruptura del consenso globalizador y la emergencia de una lógica de bloques —con sus respectivas esferas de influencia, sistemas de pago y cadenas de valor— marcan el tránsito hacia una nueva era de competencia estructural. La teoría del sistema-mundo, formulada por Immanuel Wallerstein, proporciona una lectura esclarecedora de este tránsito hacia un escenario multipolar.
En este contexto, la Unión Europea ha intentado consolidar una posición de autonomía estratégica, pero se enfrenta a serias limitaciones internas y a una dependencia estructural de Estados Unidos en materia de seguridad. Su incapacidad para articular una política exterior común, la ausencia de una defensa europea efectiva, las divergencias entre sus Estados miembros en cuestiones estratégicas fundamentales y la falta de un liderazgo político cohesionado comprometen cualquier aspiración a constituirse como potencia hegemónica global. Además, el desequilibrio entre su peso económico y su voluntad política impide que la UE ejerza una influencia proporcional a su potencial. Las tensiones internas —como el Brexit, el auge de fuerzas euroescépticas o el cuestionamiento de los valores democráticos en algunos países miembros— debilitan su coherencia institucional y su credibilidad externa. Estructuralmente, la Unión Europea continúa siendo una unión híbrida, más orientada hacia la gobernanza tecnocrática y la integración económica que hacia la proyección geoestratégica internacional.
El bloque BRICS, por su parte, ha ganado dinamismo con la incorporación de nuevos miembros y con la propuesta de un orden alternativo menos centrado en Occidente. Aunque su cohesión interna es limitada, representa la voluntad de una parte creciente del mundo de redefinir las reglas del juego.
En el trasfondo de estos procesos subyace una cuestión clave: ¿estamos presenciando el ocaso del imperio estadounidense? Si bien el poder relativo de Estados Unidos sigue siendo significativo —en los ámbitos militar, tecnológico, financiero y cultural—, su primacía ya no es incuestionable. Existen síntomas evidentes de declive: polarización política interna, descrédito de las instituciones democráticas, endeudamiento estructural, pérdida de prestigio internacional y agotamiento del modelo neoliberal de globalización. Este proceso no implica necesariamente una sustitución inmediata por parte de otra potencia, pero sí abre un escenario caracterizado por la incertidumbre y la erosión de los mecanismos tradicionales de gobernanza global. Esta situación puede interpretarse desde la teoría del sistema-mundo, que señala cómo los ciclos hegemónicos están sujetos a crisis estructurales que anuncian transiciones casi siempre traumaticas.
La historia ofrece lecciones valiosas. El Imperio español, tras un siglo de hegemonía, colapsó por una combinación de sobreexpansión, rigidez institucional y bancarrota fiscal. Francia, a pesar de su ambición napoleónica, no logró consolidar un orden duradero, siendo víctima de su incapacidad para institucionalizar su liderazgo continental. El Imperio británico experimentó una decadencia más progresiva, condicionada por el desgaste derivado de las guerras mundiales y por la emergencia de nuevas potencias industriales. En todos estos casos, la clave del colapso no fue únicamente el debilitamiento del poder material, sino la incapacidad para reformular una legitimidad duradera que cohesionase el sistema político y social bajo nuevas condiciones.
En el análisis de la situación actual, dos teorías pueden ofrecer un marco interpretativo complementario: la “trampa de Tucídides” y la “trampa de Kindleberger”. La primera, formulada a partir de los estudios de Graham Allison y basada en la observación clásica de Tucídides sobre la guerra del Peloponeso, sostiene que cuando una potencia emergente amenaza con desplazar a una dominante, la probabilidad de un conflicto se incrementa dramáticamente. Esta tensión se hace visible hoy, de una forma evidente, en la rivalidad entre Estados Unidos y China, que supera el plano económico y alcanza dimensiones tecnológicas, ideológicas y geoestratégicas. La segunda, postulada por Charles Kindleberger, plantea que el orden internacional requiere de un hegemón dispuesto y capaz de proporcionar bienes públicos globales —como la estabilidad financiera o las normas de comercio—; cuando este liderazgo desaparece sin que otro actor lo sustituya, el sistema entra en una fase de caos estructural.

Mientras Estados Unidos parece estar retirándose gradualmente de su papel tradicional, China aún no ha demostrado una voluntad inequívoca de asumir ese rol. La combinación de ambas trampas sugiere una transición tumultosa: el vacío de liderazgo se une a una competencia creciente, generando un entorno de disfuncionalidad sistémica marcado por conflictos regionales, descoordinación institucional y desconfianza recíproca.
Frente a este panorama, la pregunta crucial es si el sistema internacional se encamina hacia una transición hegemónica organizada o hacia un vacío de poder prolongado. La primera posibilidad requeriría una arquitectura multilateral reformada, capaz de integrar a las potencias emergentes en un marco institucional legítimo y eficaz. La segunda augura un periodo de confrontación prolongada y fragmentación normativa, con reminiscencias del escenario que precedió a las grandes guerras del siglo XX. La evidencia actual parece inclinarse hacia la segunda hipótesis: los mecanismos internacionales existentes carecen de la eficacia y la legitimidad necesarias para encauzar una transformación ordenada del sistema. El liderazgo estadounidense, aunque erosionado, conserva capacidades estructurales significativas. Su red de alianzas, su capacidad de innovación, su peso en las finanzas globales y su influencia cultural pudieron haber sido factores determinantes. La clave, sin embargo, radica en la orientación política interna que adopte el país en los próximos años. Maquiavelo advertía que los Estados exitosos son aquellos que saben adaptarse a los cambios de fortuna, combinando virtud y previsión. En este sentido, resulta inquietante observar cómo las políticas impulsadas por la administración Trump —caracterizadas por una revisión hostil del multilateralismo, una política económica errática en materia de comercio y aranceles, el cuestionamiento de las alianzas tradicionales y una afinidad ideológica con movimientos autoritarios de extrema derecha— han socavado gravemente la credibilidad internacional de Estados Unidos. Lejos de revertir el recorrido por la senda de la decadencia, estas acciones acelerara la desconfianza global y la pérdida de autoridad política y simbólica de los Estados Unidos. Estamos ante el declive de un hegemón que conduce a su ocaso, ante el comienzo de un interregno que parece sumir al mundo en un futuro incierto tras el que se atisva un nuevo orden mundial que se aleja más y más de los principios que todos nosotros consideramos irrenunciables.

Y, despues de este análisis de la realidad actual, ¿qué postura debemos tomar, individualmente como miembros de nuestra Aug:.Or:. y como colectivo desde el punto de vista de la Masonería Universal?¿cómo trasladar los principios y valores éticos que representamos y hemos jurado defender para que ese nuevo orden mundial implique una realidad más justa y equitativa?
Robespierre, M:.M:.